Teobaldo Nchaso Matomba
La reincorporación del parlamentario Teobaldo Nchaso Matomba, recibido con aplausos en la Cámara tras haber cumplido condena por agredir a una ciudadana en su lugar de trabajo, ha abierto una herida política que no cicatrizará con discursos vacíos ni con gestos de complicidad institucional.
BNN ÁFRICA ha escuchado las voces de indignación de la población y considera necesario plantear la pregunta de fondo: ¿es lícito que un representante del pueblo recupere su escaño después de haber violentado a la ciudadanía que juró defender?
El Parlamento no es un escenario de segundas oportunidades personales, ni un espacio donde se negocian indulgencias entre colegas. Es la casa del pueblo, y como tal exige una conducta irreprochable. Cuando la institución aplaude a un agresor, no solo se deshonra a sí misma: envía un mensaje devastador de impunidad y desprecio hacia quienes deberían ser el verdadero centro de la vida política, los ciudadanos.
Los defensores de la reincorporación apelan al principio de reinserción. Argumentan que quien ha cumplido su sanción tiene derecho a retomar su labor. Pero esta lógica olvida un matiz esencial: la representación política no es un derecho privado, sino un mandato público que se basa en la confianza. Y esa confianza, una vez rota con violencia, es muy difícil de recuperar.
El caso Nchaso Matomba nos obliga a cuestionar la cultura política que se está consolidando. ¿Queremos un Parlamento que se convierta en un santuario de privilegios, inmune a la crítica social? ¿O aspiramos a un espacio de ejemplaridad donde la dignidad ciudadana esté por encima de cualquier nombre y de cualquier trayectoria?
En BNN ÁFRICA creemos que lo ocurrido no es un simple incidente, sino un síntoma de algo más profundo: la desconexión entre las élites políticas y el pueblo. Mientras dentro del hemiciclo se reparten aplausos, fuera de él crece la desconfianza y la sensación de que las instituciones sirven más para blindar a quienes ostentan poder que para defender a quienes lo delegan.
La democracia se mide en gestos. Y este gesto, lejos de reconciliar, hiere. La última palabra no la tendrán los aplausos de los diputados, sino el juicio implacable de la sociedad.